domingo, 20 de abril de 2014

La dama de Magdala.

La dama de Mágdalo Presintió que la noche sería larga. Descansaba en el atrio de su castillo-templo, con la mirada perdida en el nublo firmamento, anhelante, ese cielo que antes creyó inalcanzable. Mirando hacia lo alto, descubriendo en sus colores el reflejo de su desolación, abstraída, conturbada de dolor, contemplaba el gélido ocaso. Su sueño se perdía en el horizonte incierto de aquel espacio vacío de la nada, de minutos con sabor a viaje sin retorno. Trataba de ver más allá de los límites de su imaginación. Allí tampoco encontró consuelo. Sin embargo, por breves momentos, la embargaba una paz incomprensible que le devolvía esperanza. ¿Estaba delirando? ¿Eran paz y serenidad lo que evocaba su alma sin entender por qué? ¿Preludio divino? Permaneció despierta hasta alcanzar el alba, orando y salmodiando, tocando la lira, su amiga fiel; aquella que le acompañaba a cantar sus versos en el silencio de la madrugada, haciendo eco de su alma: “Los cielos proclaman la gloria de Dios”.* Supo que debía cumplir con la misión, el sagrado ritual de cubrir aquel cuerpo santo. Le embargaban sentimientos de pesadumbre y devoción. Salió despacio. Con ella llevaba los aromas ‒esencias de nardos, rosas blancas, sándalo y alabastro‒ que esperaban guardados por días en su baúl. Culminaría con solemnidad el rito bendito, el signo que sella la sagrada alianza del sacerdote y maestro con sus devotos. La alianza del único y verdadero amor, el amor eterno que trasciende el tiempo, el que permanece inquebrantable en el espíritu puro del amor divino. La aurora visitaba la mañana, llegaba lentamente. El primer rayo de luz fue cómplice de las horas del solemne momento. Caminó bajando entre palmeras, vislumbrando los picos distantes. Los olivos y cedros fueron testigos de su desolación. * Salmos 19:1 19 Más que caminar, se deslizaba por aquellos montes, donde el verdor, las piedras y las flores todavía se mecían repitiendo Su voz. Junto a la roca, justo entre las palmeras, se encontraría con Salomé y María de Cleofás. Unidas llevaron a cuestas el mismo dolor, el mismo fulgor de luz que Él había dejado en sus corazones como huella de gozo permanente. En la aurora se consagrarían con fervor y devoción a la dulce renuncia. Aquellas horas sombrías daban paso a la alborada. Reverentes las tres, con un grito silente, esperarían para entrar a la cripta. En un solo instante, con mirada exultada, descubrió la verdad. El asombro lo sintió su cuerpo, su mente no entendía. El lugar estaba desierto, el signo era revelador, no estaba Su cuerpo. En su desconcierto, una luz de esperanza crecía en su pecho. De repente escuchó una voz sutil con aquel tono que tanto conocía; pero que ahora percibía con un acento de inexplicable paz. Era su nombre pronunciado por Aquel que veneraba. De su corazón brotó un canto de adoración, de llanto refrenado, profundo, casi un susurro de su alma y con ella su voz exhaló en cariz reverente, enternecido, anegado de júbilo, aquella palabra que quedó grabada para siempre en el tiempo, a través de los tiempos: ¡Rabbuni!